El
monje peregrino viaja con un búho en equilibrio sobre su cabeza. El ave sujeta
entre sus garras una piedra, que impide que el fraile se eleve por encima del
resto de los mortales.
Sus
hermanos, más ligeros de equipaje, levitan y danzan al viento como escolares en
un patio de recreo, se suben a las sillas y barren las mesas con los bajos
impolutos de sus túnicas.
Y
hablando de monjes, lo confieso, encuentro con facilidad esa otra realidad de la que hablan algunos
fotógrafos alocados cuando disparo la cámara a
La hora del vermut.